viernes, 12 de junio de 2009

La ventana indiscreta.



Todas las mañanas mientras desayuna, Roberto contempla el hermoso rosal que se yergue en medio del jardín de su vecino. Desde marzo le gusta ver como se van hinchando los capullos mientras los demás brotes aún conservan un tono cálido, luego a finales de abril un fogonazo rojo marca el pistoletazo de salida a la orgía granate que se lleva a cabo en aquel maravilloso rosal.
No ha habido ni una sola mañana, en los 50 años que lleva en esa casa desde que nació, en la que no haya deseado tener una planta así en su propio jardín, en numerosas ocasiones plantó rosales pero rápidamente perdían color y se marchitaban. Incluso se hubiera conformado con poder acariciar durante unos momentos una de aquellas rosas, pero la enemistad que profesaba con su dueño desde su niñez lo impedía. Por aquel entonces en numerosas ocasiones se había colado furtivamente para conseguir alguna de aquellas rosas, pero lo único que consiguió fue llenarse las manos de pinchazos y sangre.
Cierto día, su anciano vecino murió y en la casa se instaló el nieto con su mujer y un par de críos. Roberto comprendió que era una buena oportunidad para poder acercarse al rosal, de este modo intentó entablar amistad con su nuevo vecino, pero la diferencia generacional era tan grande que fue imposible.
De este modo continuó profesando esa devoción secreta hacia el rosal, hasta que cierta mañana de domingo, mientras apuraba su taza de leche caliente, observó a su vecino llegar al jardín con un árbol nuevo bajo el brazo, titubeó un poco y sin mucho dudarlo agarró un hacha y partió de cuajo la sinuosa figura del rosal. Roberto empalideció, gritó y su taza se estrelló contra el suelo derramándose un reguero de leche tibia.

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