lunes, 22 de diciembre de 2008

Ligar jugada.

Yo era muy amigo de el hijo de un compañero de juego de mi padre, siempre jugaban en su piso especialmente en invierno cuando anochecía prontísimo.
A mi padre las partidas de póquer le duraban cinco cigarros, siempre fuese cual fuese su mano procedía de la misma forma; dos turnos antes de el suyo y con la espalda muy erguida alargaba el brazo hacia el cenicero y agarraba el cigarro con unos dedos duros y usados, lentamente y sin aún haber pegado ni una sola calada recogía sus cartas de la mesa, ahora, mientras miraba las cartas abiertas en abanico como si fuera un buscador de oro acercaba lentamente la boquilla a sus labios e inhalaba un breve tramo de cigarro sustituyéndolo por una ceniza frágil y sucia, durante unos segundos el humo permanecía sensual entre sus dientes para inmediatamente después precipitarse hacia sus alveolos, relajaba de nuevo la mano y miraba severamente sus cartas, con un leve fruncido de ceño y mientras en su cerebro se barajaban las probabilidades de que hubiera en la mesa otra jugada como la suya expulsaba el humo con energía hacia el techo de yeso ennegrecido a fuerza de cientos de timbas de póquer, viciando aún mas la atmósfera .
Este proceso se repetía constantemente, como una danza que una vez aprendida de pequeño uno no pudiera dejar de representarla hasta que te conviertes en polvo, ceniza. La partida transcurría y con ella el nivel de fichas de mi padre fluctuaba como el sostén de una estripper, pero fuese cual fuese su situación siempre se repetía el mismo ritual, y cuando consumía el quinto cigarro apostaba las pocas fichas que aún conservaba, las perdía rápidamente como tenia costumbre y se levantaba de la mesa recogiendo su chaqueta, se salía al balcón en busca de aire fresco, allí no fumaba, de esta forma tampoco pensaba y así se dejaba llevar por el ruido que subía de la calle y el bullicio de los bares que a esas horas estaban repletos.

La ventana indiscreta.

Lo primero que alguien vería si se asomara por la ventana de mi cuarto sería la casa de doña Ernestina, bueno en verdad no es su casa pues nunca llegó a vivir en ella, cosa que si hace una familia de gatos callejeros que intentan comerse las golondrinas que anidan en sus repisas. Mientras, el jardín de doña Ernestina está lleno de maleza arbustos silvestres y ladrillos que dejaron los obreros, los cuales sirven de divertido escenario de juegos a las nuevas camadas que traen los gatos todas las primaveras.
Si se levantara la vista se vería la casa de Antonio, un señor de la mediana edad con una hija que ha formado parte de las fantasías de los chicos de la “urba” desde que tenemos recuerdo.
Su habitación de finas cortinas está delante de la mía.

A mano izquierda está la calle, la cual siguiendo la tendencia de la casa de doña Ernestina también tiene algunas malas hierbas en las aceras, estas tienen que luchar por el agua en el duro verano con las acacias que algunos vecinos han plantado.
Más lejos, más allá de la casa abandonada, de la vecina, de las mierdas de perro y de el 600 que tiene el vecino de mas allá ( al cual profesa auténtica dedicación), se encuentra la sierra de Hoyo de Manzanares, con una gran roca con forma de tortuga, que se pone un sombrero de nieve los días de mucho frío.
Desde la ventana de mi cuarto no solo veo cosas, veo el escenario donde he crecido y he representado mi vida, un decorado muy agradable.