Yo era muy amigo de el hijo de un compañero de juego de mi padre, siempre jugaban en su piso especialmente en invierno cuando anochecía prontísimo.
A mi padre las partidas de póquer le duraban cinco cigarros, siempre fuese cual fuese su mano procedía de la misma forma; dos turnos antes de el suyo y con la espalda muy erguida alargaba el brazo hacia el cenicero y agarraba el cigarro con unos dedos duros y usados, lentamente y sin aún haber pegado ni una sola calada recogía sus cartas de la mesa, ahora, mientras miraba las cartas abiertas en abanico como si fuera un buscador de oro acercaba lentamente la boquilla a sus labios e inhalaba un breve tramo de cigarro sustituyéndolo por una ceniza frágil y sucia, durante unos segundos el humo permanecía sensual entre sus dientes para inmediatamente después precipitarse hacia sus alveolos, relajaba de nuevo la mano y miraba severamente sus cartas, con un leve fruncido de ceño y mientras en su cerebro se barajaban las probabilidades de que hubiera en la mesa otra jugada como la suya expulsaba el humo con energía hacia el techo de yeso ennegrecido a fuerza de cientos de timbas de póquer, viciando aún mas la atmósfera .
Este proceso se repetía constantemente, como una danza que una vez aprendida de pequeño uno no pudiera dejar de representarla hasta que te conviertes en polvo, ceniza. La partida transcurría y con ella el nivel de fichas de mi padre fluctuaba como el sostén de una estripper, pero fuese cual fuese su situación siempre se repetía el mismo ritual, y cuando consumía el quinto cigarro apostaba las pocas fichas que aún conservaba, las perdía rápidamente como tenia costumbre y se levantaba de la mesa recogiendo su chaqueta, se salía al balcón en busca de aire fresco, allí no fumaba, de esta forma tampoco pensaba y así se dejaba llevar por el ruido que subía de la calle y el bullicio de los bares que a esas horas estaban repletos.
lunes, 22 de diciembre de 2008
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